Cuando la Sierra de Guadarrama desciende desde el Alto del León hacia la llanura norteña de apariencia oceánica, que se esparce desde San Rafael hasta asaltar los acantilados Cántabros y Astures llevó la leguminosa más humana y brillante, hermanando una memoria sentimental que encierra el secreto prodigio de la gastronomía que anudó lazos indestructibles entre los rudos habitantes de los célticos castros serranos, los laboriosos villanos iberos del llano y los astures escultores de sendas que trepan por valles escarpados y trochas entre los verdes abismos de laderas interminables, donde la fave estaba en todas las alforjas y faltriqueras educando paladares, imaginando nuevos horizontes. Mitad milenaria fantasía ancestral, mitad ciencia positiva.
Racionalidad y amor al producto heredado de la esencial aleación de la inteligencia, el fuego y la huerta. La misma maravilla que la naturaleza de los lugares, se encarna en un haba seca, transportada sin quebrarse ni adulterarse por golpes y trajines, en el atado de algodón que conservaron como oro en paño aborígenes, forasteros y colonos de origen doquier.
Ese milagro que Marichu obra potenciando las tiernas texturas en intensas experiencias que ya nunca querrás olvidar, graduando el filo calórico a las necesidades del siglo XXI que aligera el trámite digestivo del humeante espejismo que la quimérica alquimia borboteante convocada en la marmita duerme en esa rígida semilla nombrada fave, judía, judión según la exitosa adaptación a los caprichosos rigores del clima sea el de los paisajes trepados a las nieves perpetuas, o más al norte el de los páramos abiertos a todos los vientos, o el de los pastos de las oblicuas laderas que fulminan el abismo por las retuertas revueltas que comunican las cumbres lejanas con los arenales al pie de acantilados que fueron sillares y almenas frente al embate de galernas y borrascas. Antaño ceño de piedra, conteniendo la imparable inquietud marina, hoy playas sonrientes en amables ensenadas.
El vértice de la cultura del sabor y la supervivencia de la especie humana en las otrora inhóspitas cimas de la meseta castellana son los asados y la ternura que se recuesta en la comba de la cuchara humeante, de palo o plata: Judión se llama.
Al pie de Guadarrama quienes sobrevivían al mortal invierno que se instaló a capricho en los riscos del puerto, apretando con su puño de hielo a los atrevidos intrusos que se aventuraban a cruzar el Puerto del León acompañando a bestias y mercancías, se reconfortaban de las crueles penalidades que los sablazos del aire en forma de afilada brisa que no apaga una candela pero doblegó al ejército napoleónico, o elevando paredes inexpugnables de nieve y hielo tan espesas y densas como la fantasía desbocada de un fabulador no alcanza a ilustrar… Sentados a la mesa, afrontados ahora al brasero humeante de su plato, colmado de la quintaesencia que la ciencia y la gracia con que la mano de Marichu sintetiza las sustancias vegetales y animales, en los fundamentos esenciales de la refinada restauración humana, puesta donde tú estés. Eso tiene nombre en la linde serrana de las dos Castillas y demás tierras cultas: Judiones.